miércoles, 12 de abril de 2017

CARTA XLIII

Aline a Valcour
París, 17 de Diciembre

Vuestra resignación, siempre íntegra, me complace, me conmueve y me atrae... Esa es la forma de amar, Valcour. A otros enamorados menos delicados y menos hechos a los sacrificios que nosotros, les costaría un mayor esfuerzo persuadirse de ello. Pero qué nos importa la opinión de la gente fría siempre que nuestras almas, más ardientes y más nobles que las suyas, sepan disfrutar de lo que ellos no perciben. Sin embargo una de las cosas que más me impacientan es ver que poca gente hay en el mundo que, si me permitís la expresión, hable el mismo lenguaje que nosotros. ¿Por qué si la naturaleza nos ha destinado a vivir juntos, no nos ha dado a todos un alma parecida? ¿Por qué no tenemos todos la misma manera de sentir? Dentro del fastidio que me inspiran determinados seres no sé si me desagradarían tanto aquellas personas que, como mi querida hermana, van mucho más allá de los límites por un exceso de delicadeza, como aquellas que no sienten nada. Al menos las primeras compensan, merced a un espíritu penetrante y extraordinario, todas las inconsecuencias de su corazón, mientras que las otras no tienen nada que contrarreste su plúmbea apatía. Son una especie de autómatas que, en mi opinión, ejercen sobre nosotros el mismo efecto que esos días sofocantes de verano en los que la organización de todas nuestras facultades, abotargadas por el volumen del aire que las absorbe, queda desdibujada... ¿No es justa mi comparación? ¿Acaso un tonto no os ha producido jamás una especie de dolor físico? ¿No habéis percibido en su proximidad, en sus discursos, una conmoción parecida a la que os refiero?
¡Oh!, amigo mío, ya os habré visto para cuando leáis esta carta. La mano que os la entregue habrá sentido el placer de estrechar la vuestra, nuestros ojos se habrán hablado y nuestras almas se habrán entendido. ¡Ojalá nadie interrumpa esta inocente manera de vernos este invierno!
El presidente sigue siendo el mismo. Mi madre no sabe a qué atribuir estas ansias. Dedica a ello una buena parte de la noche y os aseguro que esto no hace más feliz a su mujer. Ella preferiría la más profunda indiferencia que esas emociones casi siempre desordenadas, fruto del desarreglo de la mente, más que de los sentimientos del corazón, que, colocándola siempre en una especie de inferioridad y de humillación, solamente le permiten desempeñar el triste papel de la paloma bajo las agudas garras del halcón. Pero ella necesita hacer gala de arte y de política, si pudiese atarle y vencerle a fuerza de complacencia, dice que no hay nada que no haría con sumo grado para la felicidad de su querida Aline.
Augustine ha sido perdonada: se arrojó a los pies de la presidenta, le pidió perdón por su mala conducta, le suplicó que lo olvidase y ya os imaginaréis que el alma tierna y dulce de mi madre no pudo resistir esta escena. Abrazó cariñosamente a esa muchacha, la levantó y le devolvió toda su confianza y protección... El presidente estaba casi conmovido. Por otra parte es extremadamente comedido respecto a esta muchacha.
Pero mi madre está muy preocupada por Sophie: no sabe en absoluto en que tono hablarle de ella al presidente. La última vez que estuvieron en Vertfeuille sabéis que mi padre sostuvo que no era su hija. En ese momento mi madre no podía imaginar que, sin quererlo, le estaba diciendo la verdad. Ahora que está segura de que Sophie no le pertenece ¿no sería lo mismo no decir nada y dejar ver que creyó lo que su marido le dijo?
Además el interés que siente por esta desdichada no puede ser el mismo que cuando creía que era hija suya. Y ha de ocuparse de los intereses de dos hijas verdaderas que no sacrificará, dice, a los de una persona a la que se siente unida por la compasión. De forma que prefiere no decir nada y dejar que su marido continúe en el error. Le ocultará siempre el destino de esa pobre muchacha y seguirá ocupándose de ella. ¿No cumple así todos sus deberes?

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